Saludos, Señores de la Guerra.
Os dejamos un relato que nos ha enviado el parroquiano Antonio García, para ambientaros en vuestras partidas en las calles de Felstad….
Al anochecer, sobre el hielo
Las nubes sobre la ciudad cambiaban de color al anochecer. Se movían con el viento, como si un tornado tirase de ellas hacia las altas torres que dominaban el paisaje helado.
«Este cielo no es normal», pensó Royr. «Esas nubes, esos colores…»
Un relámpago le obligó a cerrar los ojos y, al abrirlos, todo a su alrededor estaba cubierto de un halo blanco. Sintió viento en la cara, una suave brisa al principio que fue aumentando de intensidad hasta obligarle a cerrar los ojos de nuevo.
Se paró el viento, levantó la mirada y vio sorprendido un cielo despejado y sin nubes.
«En qué maldito momento dejé todo para venir aquí. Este lugar….»
Un aullido de lobo brotó en la distancia, no lo suficientemente lejos. Otros respondieron desde las colinas cercanas.
Comenzó a nevar.
El plan del mago
Las caras alrededor de la hoguera mostraban preocupación. Estaban entre las ruinas de una torre, resguardados del frío viento y con un techo, o lo que quedaba de él, sobre sus cabezas. Los magos habían subido a las plantas superiores pasando por encima de escombros y maderas podridas. Los tres hermanos Haric estaban apostando con el semiogro a que la torre se derrumbaría antes de que bajasen. El gigante ganó la apuesta.
Cubiertos de sombras, como si no se quisieran despegar de sus ropas, bajaron dos figuras encapuchadas. Uno de ellos era un anciano envuelto en una túnica oscura, el otro era más joven y vestía una capa gris con ropas del mismo color debajo. Llevaban varios pergaminos atados entre sí y una caja de madera blanca, muy ornamentada y rematada con bordes dorados. Se sentaron junto a la hoguera desplegando algunos de los objetos frente a ellos. Esperaron a que todo el grupo se pusiera alrededor del fuego para comenzar a explicar el plan.
Eso había ocurrido dos días atrás. A la mañana siguiente emprendieron el camino hacia la zona este de la cuidad. Los magos dijeron haber encontrado indicaciones para abrir una de las cámaras que se encontraban bajo el palacio del lago, lo que podía significar un botín considerable. También dijeron que había otros grupos de camino al mismo sitio, aunque no precisaron cómo sabían esto. Si tenían razón se derramaría sangre, y pronto.
Royr se colocó bien la ballesta a la espalda, comprobó la bolsa con los pivotes y se ajustó la capa para taparse del viento helado. Mirando al horizonte podía ver los muros de la ciudad. Le pareció ver unas siluetas junto a las puertas y podía jurar que, a pesar de la distancia, estaban caminando hacia ellos.
Huesos rotos
Las columnas, de un diámetro enorme, y repletas de bajorrelieves incomprensibles, le protegían de las esquirlas de hielo arrastradas por el viento. Estaban colocadas sin sentido, como si evitasen cualquier simetría. Royr pensó que tal vez formasen un dibujo visto desde cierta altura. La necesidad de conocer y descubrir el propósito de aquellas ruinas le impulsó a moverse. Durante unos minutos descuidó su puesto de guardia frente a la entrada de la cripta y su refugio de la ventisca para deambular entre las columnas.
Por momentos creía estar encontrando sentido al conjunto, comprendía el lenguaje oculto en los relieves, la historia que relataban.
Sintió un movimiento a su espalda, se giró rápidamente, pero no vio nada. Miro hacia los lados prestando atención a todos sus sentidos, que le gritaban, le advertían de un peligro inminente. Entonces miro hacia arriba, justo a tiempo de protegerse del ataque de un ser, mitad animal mitad insecto, como un gato con alas brillantes y transparentes, cuyas patas eran quitinosas y peludas, como de araña y terminaban en garras afiladas. Lo esquivó llevándose únicamente un arañazo en la mejilla. El siguiente ataque ya no le cogió de sorpresa y de un golpe seco lanzó a la criatura contra unas rocas. Pequeños hilos de sangre oscura fueron formando un pequeño charco bajo el cuerpo roto del engendro.
Entonces escuchó los gritos.
«¡Royr!»
«¡Royr! ¡La cuerda!»
Era Smitar, el sureño. El acento se hacía notar incluso con los ecos que salían de la oscuridad. Salió de la cripta pasando entre las puertas destrozadas y cogió la cuerda que le tendía Royr. Sin más explicaciones le tendió un cabo y el otro desapareció en la oscuridad.
Royr se apresuró a asegurar la cuerda con dos nudos fuertes y esperó.
El primero en salir fue uno de los Haric, cubierto de sangre que manaba de una herida terrible en su cabeza. Cayó al suelo nada más pasar las puertas y Royr se apresuró a atenderle. Othen, se llamaba, era el mayor de los tres hermanos. A Royr le costó reconocerle entre la sangre y la suciedad.
No había nada que hacer, él no tenía conocimientos médicos y lo que sabía de vendajes no bastaría para cubrir la herida. Temblando, con fuertes espasmos, Othen Haric sacó algo de entre sus ropas y se lo entregó. Balbuceó unas palabras sin sentido que parecían decir «lo siento» y dejó de respirar.
El resto del grupo salió entre gritos de la cripta, pero Royr, cubierto de sangre, no conseguía moverse. Le agarraron de las ropas y tiraron de él hasta ponerle en pie.
Todo el grupo estaba corriendo, adentrándose en la ciudad y huyendo de esta cripta en las afueras. Sólo habían encontrado muerte y polvo en su interior. Alrededor de una hoguera se lamentaban de lo ocurrido, tratando de comprender. Royr se metió la mano en el bolsillo y tocó lo que le había dado Othen al morir. Parecía una piedra con bordes afilados, fría al tacto como todo lo demás. Por algún motivo no se atrevía a sacarla del bolsillo ni a hablar con nadie de ella. Eso podría esperar, pensó. Al levantar la mirada se encontró con los ojos de uno de los magos al otro lado de la hoguera. La capucha gris le tapaba el rostro pero debajo los ojos brillaban. Estaban fijos en los suyos y reflejaban el baile hipnótico de las llamas. Royr apartó la mirada y sacó la mano vacía del bolsillo.
El palacio del lago
El grupo caminaba lentamente a través del lago helado. La nieve cubría todo a su alrededor y el viento silbaba en sus oídos arrastrando sonidos que parecían gritos de desesperación. Frente a ellos se erguía la cara oeste del palacio, de ladrillo naranja y piedra gris, con ventanales rotos hacía siglos. Estatuas enormes y grotescas aparecían en lugar de las columnas, con sus rasgos erosionados por el incesante viento. Por encima de la fachada de adivinaban las torres que dominaban los pisos superiores, cubiertas en una niebla azulada que no se correspondía con la ventisca al nivel del suelo.
Royr caminaba con dificultad, arrastrando los pies y respirando el aire helado. A cada rato comprobaba su bolsillo, temiendo que la piedra se hubiese caído o desvanecido.
«Esta piedra es la clave. Othen lo sabía, me lo dijo antes de morir.»
El palacio estaba ya muy cerca, unos pocos pasos y llegarían a las puertas laterales.
«El mago lo sabe. Sabe que la tengo y lo importante que es. Sabe que debo guardarla hasta que llegue el momento adecuado.»
Las puertas se abrieron con sorprendente facilidad y todos entraron rápidamente para dejar la nieve atrás. Dentro se estaba caliente, no corría viento a pesar de las ventanas rotas. Las chimeneas estaban encendidas y los suelos limpios de polvo y suciedad. Unas puertas rojas, cerradas, separaban esta habitación de la siguiente sala. Los magos se detuvieron y comenzaron a preparar sus hechizos. Alguien había llegado antes. Y les estaba esperando.
Uno de los hechiceros se quitó la capa gris y la dejó a un lado mientras les explicaba el plan. El otro estaba haciendo un conjuro para evitar ser detectados, alguien estaba en el salón tras las puertas rojas y debían cogerle por sorpresa. Invocarán una distracción, un guerrero ruidoso e imponente que atacaría desde el otro lado de la sala, para que ellos tuvieran tiempo de tomar posiciones y atacar por la espalda a quien estuviera allí. Esos segundos de distracción serían suficientes. Todos los sabían, habían visto actuar a los magos y esa ventaja sería determinante.
Royr notó la mirada del joven mago sobre él. Estaba cargada de significado, le pareció atisbar un momento de preocupación, incluso.
«No fallaré, este es el momento. Lo entiendo. Yo haré mi parte. Confía en mí.»
Royr asintió con la cabeza. El otro mago dio el aviso, era el momento y no quedaba tiempo que perder. Todos se levantaron y fueron rápidamente hacia las puertas. Un brillo verdoso apareció en los ojos del mago, sabían que la ilusión aparecería al otro lado del salón según abrieran las puertas. Lo hicieron lentamente, para que el ruido no les delatara y permitiera que el conjuro creara su ilusión.
El salón era alargado, tenía una alfombra roja y dorada en todo el suelo, una escalera que conducía a los pisos superiores a la izquierda y ventanales enormes a la derecha. Al fondo otras puertas rojas y unas columnas, tras las cuales comenzaba a aparecer un guerrero con armadura completa. Los hermanos Haric y el medio ogro comenzaron a entrar en la sala. Sobre la escalera se encontraba un hechicero con una túnica blanca y verde. Estaba acompañado por dos Ballesteros que ya se giraban hacia el guerrero ilusorio, el cual estaba lanzando desafíos y llamando a compañeros que no existían. Otros soldados enemigos se colocaron en posición para recibirlo.
El grupo entraba en silencio en el salón, unos metros más y estarían con visibilidad y en posición para conseguir una victoria total.
Royr lanzó la piedra que guardaba en su bolsillo con un grito triunfal. Voló hasta caer en la escalera, cerca del hechicero. El turbante reflejó un arcoíris de colores cuando el brujo le miró.
Bajo tierra
En segundos todo había acabado. El joven mago de la capa gris cayó con dos pivotes de ballesta atravesándole el cuerpo. La ilusión del guerrero desapareció y todos los enemigos giraron para enfrentarse al grupo de Royr, que con la vista nublada se dio cuenta de su error. Lo último que vio del combate antes de caer fueron las plumas rojas y negras de una flecha que salía de su abdomen.
Le despertaron los saltos de la camilla en la que estaba. Bajaban por una escalera circular iluminada por unas antorchas casi consumidas. Royr estaba atado. Le dolía la cabeza y la herida de flecha. Le ardía la cara, como si le hubieran echado aceite hirviendo.
«La flecha estaría envenenada», pensó.
Entraron en una cámara muy amplia. La luz de las dos antorchas situadas a los lados de la entrada era insuficiente para desterrar las sombras más lejanas. Había un espejo muy ornamentado que cubría la mayor parte de una pared. Colocaron a Royr en pie frente al espejo.
Levantó la vista y no reconoció a la persona que le devolvía la mirada. Tenía la cara hinchada y de color morado, casi negro. Tres líneas carmesíes cruzaban en diagonal desde la oreja al mentón y supuraban un icor amarillo. La herida en su vientre seguía derramando sangre, que se escurría por su pierna hasta el suelo.
El brujo del turbante entró en la cámara.
– Veneno de mantícora. Me sorprende que sigas en pie. Causa locura y parálisis, los efectos son inmediatos. O tienes una resistencia natural o era un espécimen muy pequeño.
Royr se mantuvo en silencio. No podía hablar aunque quisiera, pero su mente se fue llenando de comprensión al repasar a toda velocidad los últimos días.
– Una cría, entonces. Bien, no tiene importancia. Ya estás muerto. Comencemos.
El aprendiz de brujo del turbante entró acompañado de dos guardias. Llevaba piedras de un color extraño que fue colocando alrededor del espejo.
Los dos magos entonaron unos cánticos y agitaron las manos mientras un humo se elevaba de las piedras que acababan de colocar. Continuaron el conjuro al tiempo que los guardias salían de la cámara.
El espejo empezó a vibrar distorsionando la realidad. Royr sucumbió al dolor, cayó de rodillas y miró una última vez su reflejo. Algo le devolvió una mirada que no era la suya. Sintió como le arrastraba al mundo más allá del cristal, desapareciendo en el infinito.
El demonio tomó posesión del cuerpo de Royr. Se hinchó y retorció los músculos, partió los huesos y los volvió a soldar creando una forma acorde a su poder.
Pero algo había ido mal. El aprendiz cayó al suelo, llamas verdes saliendo de las cuencas de sus ojos. El brujo simplemente explotó.
El demonio, libre de sus invocadores, corrió escaleras arriba. Grietas que llevaban a otro mundo se abrían en su piel, luz roja escapaba por ellas iluminando los pasillos y habitaciones. Dejaba un rastro de destrucción y cuerpos rotos a su paso. Hasta que la magia que lo ataba se acabó. El palacio sobre el lago comenzó a temblar. El hielo se resquebrajaba a su alrededor. De todas las ventanas salía una luz roja. Las columnas y estatuas se partían y caían al agua, rompiendo la capa de hielo en mil pedazos. Un vórtice de magia se formó sobre las torres durante un breve momento y desapareció. Todo a su alrededor quedó en silencio. El edificio se desmoronó, poco a poco se hundió en el lago. La tormenta de nieve cubrió para siempre las ruinas.
La nieve cesó. Salía el sol entre las nubes grises. Un lobo aulló en la distancia.